sábado, 24 de abril de 2010

Coyunturas

No pocos intentan aún interpretar la historia desde el lugar de la verdad revelada como si no existiera otra mirada que la suya.
Imaginan que el devenir de la humanidad está marcado por los pasos de Occidente, como si las instituciones de los países blancos industrializados implicaran la aspiración suprema soñada por el resto de la humanidad, como si lo imperial y sus éxitos tecnológicos fueran el único bien necesario a ser impuesto de cualquier modo a las demás culturas que, desde esa óptica, no son más que “primitivas”.
Desmoronado el bloque soviético, se podría decir que esta concepción llegó a su clímax en los años noventa del siglo pasado. Los poderosos del mundo se lanzaron a la toma de cuanta ganancia hubiera producido el planeta Tierra. Tiempos en los que las empresas eran más fuertes que los estados, los economistas parecían haberse convertido en los únicos pensadores y lo global funcionó como excusa para la degradación de lo nacional. En el fondo, una ideología de vencedores con una supuesta democracia de negocios e inversores para los que el peculio es la única patria, con la falacia de la igualdad de oportunidades entre poderosos y débiles, entre rentistas y consumidores. Esa supuesta modernidad convertía la dignidad del viejo almacenero en la dependencia del empleado de supermercado.
Sus predicadores eran dueños de bienes y verdades, enemigos de  “demagogia y populismos” y, muy especialmente, temerosos de los personalismos, es decir, de los liderazgos que cuestionaban su poder.
Nunca olvidan que  desde Ghandi a Ho Chi Ming, desde Naser a Mandela, y tantos otros, fueron líderes los portadores de la simbiosis entre una cultura y su voluntad de soberanía. El líder suele ser comúnmente la institución de los humildes,  mientras el modelo “civilizado” trata por todos los medios de amansar la rebeldía y encauzarla en el anonimato.
A estos predicadores influyentes desde el dinero, los pueblos y sus caudillos les engendran reacciones incontroladas semejantes a los actos reflejos estudiados por Pavlov.
Sin embargo, la sucesión vertiginosa de acontecimientos en las últimas décadas se ve signada por cambios en las modalidades de las confrontaciones humanas.  Lo establecido percibe a veces el agotamiento de su concepción mercantil y expansiva en el mundo. Quienes pugnan en su contra reivindican otras culturas o una síntesis superior, el mestizaje.
Nada menos mecánico que las sucesiones del poder, no hubo casi cientistas sociales que pronosticaran la caída del muro.
Los predicadores de Occidente proclaman el  “amor a las instituciones”, templo abandonado durante siglos que ahora se pretende restablecer en un fundamentalismo casi ingenuo. Un sofisma que utiliza el nombre de los ciudadanos cuando en realidad tendría que hablar de consumidores.
De esa máscara del anonimato nacen sus instituciones como si fueran inversiones, los votos se piensan como papeles secundarios de una bolsa de valores. Esquivando opresores, los pueblos suelen encontrar sus líderes históricos que les rememoran a un Moisés que algunos ni conocieron.
Entre tanto,  lo establecido impone axiologías, inventa enemigos, hace responsables de la injusticia a la falta de ética de la política. La ética de la política para explicar los males de la concentración.
Si el socialismo se degradó en burocracia,  su decadencia no alcanza para justificar la desmesura de las ganancias.  Solo reteniendo parte del bienestar de los favorecidos por la coyuntura,  el estado logra apoyar a los marginados del sistema. Los beneficios excesivos no suelen canalizarse en inversiones, no suelen retornar a la realidad que los engendró.
La peor administración estatal tiene un efecto social que jamás logrará la mas generosa de las políticas empresarias. Solo combinando rentabilidad empresaria con distribución social avanzamos hacia una sociedad más justa. Y eso implica que el estado apoye las ganancias en la misma medida que limite sus excesos.
Se intenta así demostrar que las diferencias de ingresos son  un  mero detalle, que la superación del marxismo está en manos de la caridad, de las actitudes particulares de filantropía. Se habla de la  falta de ética de las instituciones y se mantiene con firmeza la filosofía superior de la concentración de la riqueza en pocas manos.
Siglos cometiendo el mismo error. Quienes sostienen esta postura  siguen creyéndose superiores, en una supremacía que los pueblos desconocen mientras convierten a sus líderes en sus verdaderas instituciones y,  con prestancia adecuada,  se visten con su propia identidad cultural para integrarse al mundo a un verdadero nivel de igualdad. Ése es el cauce y la causa en los que los pueblos canalizan sus necesidades y sus ambiciones. No tienen pretensiones de  supremacía. Tienen simplemente pretensiones de bien común, de felicidad. Y para esa felicidad los pueblos construyen sus caminos y eligen a sus propios predicadores. Es  “la hora de los pueblos”, como diría Juan Domingo Perón. Y ésta es la hora de su devenir.